¡Cuánta sabiduría encierra este dicho! Cantar, en efecto, es una poderosa herramienta para mejorar nuestro estado de ánimo. No es solo una cuestión de melodía y armonía; es un antídoto contra el cortisol, ese veneno del siglo XXI que nos sumerge en el estrés y la contaminación emocional. Al entonar nuestras voces, liberamos endorfinas, las mensajeras del placer, y oxitocina, la hormona del amor. La dopamina fluye, inundándonos de bienestar y alegría.
Pero hay más, mucho más. Durante los ensayos de canto, compartimos momentos con compañeros con los que no coincidimos en nuestro día a día. Nos sentimos acompañados en un entorno que a veces nos abruma con frustraciones. Nos convertimos en amigos, en cómplices de una experiencia compartida.
En esos momentos de música, transmitimos y recibimos emociones. Es como una forma de meditación en la que nos sumergimos por completo en seguir la línea de la letra junto a nuestros compañeros, al ritmo de la melodía.
Cada día son más los alumnos que se acercan al aula de música para presenciar nuestras sesiones de canto. Aunque aún no se animen a unirse, están cerca, observando con una sonrisa cómo nos divertimos. Descubren una faceta diferente de nosotros, la del profesor que se entrega al arte y la expresión.
Cuando cantamos, no hay necesidad de demostrar nada a nadie. Simplemente disfrutamos de la compañía de nuestros colegas, sumergiéndonos en el momento presente. Es mindfulness, una pausa en el ajetreo diario para reconectar con nosotros mismos y con los demás.
El timbre suena, marcando el fin del ensayo. Estamos listos para enfrentar el día con energía renovada. ¡Que comience la batalla!